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El precio de la soledad

El precio de la soledad

Cuando murió su hermano, hace seis años, María S.S. conoció la dura realidad de la soledad. Hasta entonces había sido el acompañante de su soltería, pero aquel día, el mundo comenzó a venírsele encima. La salvó, si acaso, su fuerza de vivir, la cultura que heredó de su padre, que fue maestro, y su amor a la pintura, arte que domina y sigue practicando a sus 92 años en su piso del Polígono Norte, donde reside acompañada de sus cuadros y de sus recuerdos. Pero también ahora, acompañada por el miedo, casi terror, que le inspira una vecina que, por dos veces, la ha asaltado en su casa provocándole tanto lesiones en su ya debilitado cuerpo como en el alma.

«Ya lo que quiero es morirme», aseguraba ayer mientras mostraba los resultados de la última de las agresiones sufridas, el mismo lunes por la noche.

Los hematomas surcan su cuerpo de arriba abajo. En los brazos, después de ser asida fuertemente; en la espalda y los glúteos, como resultado del empellón que recibió y la consiguiente caída.

La agresora, que vive en la puerta de al lado, se le echó encima y la amordazó, para luego revolver una vivienda en la que María cuenta que ya no queda nada de valor. Y no sólo porque la misma agresora ya hubiera entrado en otra ocasión, sino porque lo que algún día tuvo, capital económico incluido, lo dejó en manos de una sobrina que se la llevó a Madrid y la despachó a Sevilla después de que ella le firmara todo lo que le pusieron por delante.

Desde hace tiempo, quienes la quieren intentan que María pase sus últimos años en una residencia adecuada, pero la burocracia pesa más que la humanidad, hasta que la realidad se imponga, como lo hizo con aquel otro discapacitado, casi vecino de ella, que hace unos años murió carbonizado en un incendio sin que las autoridades atendieran sus peticiones.

Mientras tanto, María espera, dolorida, en un sillón de su piso, casi sin poder moverse como consecuencia de los traumatismos; sin querer abrir la puerta ni a propios ni a extraños. Aterrorizada. No en vano, si su vecina la asaltó fue porque ella misma le franqueó la entrada. Dicen sus vecinos que probablemente no recordaba el anterior asalto, porque a veces le falla la memoria, pero ella lo niega.

María recuerda perfectamente que su vecina, cuyos problemas de drogadicción son sobradamente conocidos por la comunidad, falseó la voz para engañarla, e incluso intentó ocultarse tras llamar a su puerta, a eso de las nueve y media o las diez de la noche. Pero ella, confiada, le abrió.

El resultado fue un empujón violentísimo que la tiró al suelo causándole un politraumatismo del que da cuenta el correspondiente parte médico, aunque no la pertinente denuncia.

Y es que si la primera vez fue más poderoso el miedo que la voluntad de denunciar, ahora María sí ha querido hacerlo, pero la respuesta que le dio la Policía era que tenía que ir ella a presentar la denuncia o, como mucho, que la llevarían en un patrullero.

La vecina que la atendió en ese momento, después de que la propia anciana la llamara aterrorizada, no da crédito a tal respuesta y asegura que tiene que haber algún medio que evite semejante formalismo para casos como estos. Pero lo cierto es que ayer no había más documento oficial de la agresión que el parte médico, aunque la historia de la vecina toxicómana que tiene atemorizados a los vecinos corre ya de boca en boca con pelos y señales. Para muchos, la joven también es una enferma que vive su propia soledad después de que la droga la llevara a perder la custodia de sus propios hijos.

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